6 de noviembre de 2011

Ya es hora


 
 
 

Habían pasado dos semanas desde aquél incidente en el cual Alice les había salvado la vida a los gemelos Kaulitz y, desde entonces, ellos se habían visto una única vez. Con el pretexto de que tenía parientes en zonas en las que el terremoto había arrasado con todo, la humanoide pidió permiso en el trabajo para faltar un par de semanas. Desilusionado ante la idea de no ver a la mujer de sus sueños durante catorce largos días, Bill le concedió su aprobación a Alice con una única condición: que lo llamara cada que le fuera posible para reportarle si sus parientes se encontraban bien. Sorprendida ante la actitud preocupada de él hacia su persona, Alice se quedó sin palabras y, enternecida frente a la petición de su jefe, no pudo hacer más que aceptar.

Así fue como, día tras día, Bill se la pasaba sentado en la terraza de su habitación, próximo a la fuente que ni siquiera lo llegaba a salpicar, pensando únicamente en ella: en Alice.

Primero que nada, le venía a la mente aquél detalle que nunca lo dejaba en paz: saber que ella le recordaba a alguien más, aunque sin saber bien a quién. Pensaba frecuentemente en una mujer, los mismos ojos y los mismos labios sonrosados y carnosos, pero la recordaba de un lugar diferente: de un sueño. La veía claramente, tan clara como si la tuviese frente a frente, la mano extendida, el vestido de gaza ligera ondeando en torno a su cuerpo, movido por el aire gélido que circulaba en torno a ellos dos, ambos de pié en una terraza que él nunca antes había visto. Cercano a la criatura, se sentía de lo más tranquilo y, más que eso, natural como si finalmente estuviese en su elemento. Con Alice, las cosas eran muy diferentes.

Se sentía todo el tiempo nervioso, le costaba trabajo hilar palabra, ya no se diga conversación, cada vez que se ponía a pensar en ella. Lo distraía día y noche, sólo pensar en su sonrisa segura de dientes brillantes y perfectamente alineados le quitaba el aliento. Igualmente, le resultaba difícil hacer otra cosa que no fuese ponerse a suspirar mientras pensaba en ella, se la imaginaba de mil y un maneras, presa de situaciones imposibles, encuentros fortuitos y casualidades benditas que hacían que él y ella se cruzaran en cada esquina por cuestiones que ni ellos mismos podían comprender.

Ahora, loco de ansiedad, vivía esperando cualquier cosa que proviniese de ella: una llamada, un mensaje, una señal de su presencia, un encuentro. Impaciente, ansiaba la siguiente coincidencia que les permitiera estar en contacto y, aún más, se ponía histérico de pensar que, a pesar de que la había mandado a investigar sin que la mujer lo supiera, en realidad no sabía nada de ella. Todos los datos que tenía eran los que podría haber conseguido de cualquier otra fémina: no tenía número de seguridad social, pues, aunque era ciudadana americana, era atendida por un servicio de seguridad particular, tan populares en estos días por sus beneficios en cuanto a cuidados médicos se refería; sabía la ubicación exacta de su oficina y, por lo mismo, rondaba el lugar cada que tenía oportunidad, fingiendo preocuparse por la producción de la campaña de publicidad de su siguiente material discográfico. Aún así, era consciente de que, en realidad, no sabía nada de ella: el color favorito, la comida preferida, la película que la hacía llorar... nada.

Por otra parte, otro de los elementos que lo hacía vivir en constante desesperación era el hecho de que ella jamás lo llamaba, a pesar de que la última vez que se habían encontrado le había prometido que le marcaría a su holocomunicador siempre que tuviese oportunidad. Si acaso, lo contactó un par de veces, en las cuales únicamente se comunicó para indicarle que todo estaba bien entre sus familiares y que volvería a Los Angeles tan pronto como le fuese posible. Exasperado, Bill Kaulitz ansiaba que ella le marcara para invitarlo a comer, para decirle que quería verlo, para hablar sobre cualquier cosa.

Harto, el hombre se deshacía en ansias de volver a verla: le pediría una cita. La invitaría al parque cercano a su casa, aquél que le había llamado la atención desde el momento en el que lo vio; el que tenía el lago, los puentes de madera, los caminos bordeados de macizos de flores, a la sombra de los árboles que perfumaban los senderos con sus aromas fragantes, por los que transitaban los paseantes enamorados: todo quería compartirlo con ella. Más que nada, ansiaba que pasaran tiempo juntos, que ella se diera a sí misma la oportunidad de conocerlo, de acercarse a él, de entrar en su vida como él había ansiado que lo hiciera desde el instante en el que se miraron por vez primera.

Quería tocar sus manos, sentirlas entre sus dedos, quería besarla con los ojos cerrados, entrar a su casa siempre y cuando ella lo invitara a pasar, llevarla a cenar, a conocer mil lugares diferentes: quería salir con ella, poco a poco, como nunca lo había hecho antes. Y es que, a diferencia de muchas otras mujeres a las que el vocalista de Tokio Hotel conocía, Alice le recordaba tremendamente a él mismo. Con su timidez inusitada pero su poder indómito de palabra, el carácter amable pero fuerte al mismo tiempo, el temple tranquilo y ese dinamismo que parecía tener guardado muy dentro de sí. Inclusive, la primera vez que la vio, de pié en aquél centro comercial, se sorprendió: pensaba que el destino se había equivocado. ¿Cómo podía ser? La maravilla que sintió cuando la encontró, la emoción que surgió dentro de su ser: simplemente pensaba que era imposible.

Cuando se la encontró por segunda vez, allí de pié en el restaurante, se quedó completamente sin habla: ¿Dos encuentros casuales en el mismo día? Para Bill, aquello había sido destino y, como era natural, lo había dejado absolutamente sin palabras. Maravillado, pensaba que era designio divino que ambos se toparan una y otra vez; para más, cuando se enteró de que iba a trabajar con ella, pocos días después de su segundo encuentro, su corazón casi se paralizó: le parecía perfecto. Desde que se la encontró sentada en aquella silla, tablet en mano, supo que el destino, a diferencia de muchas otras veces, ahora estaba a su favor.

Pensando en  Alice como se piensa en el ser amado, idealizándola como perfecta, jamás pensó llegársela a encontrar como aquél día en que la halló, gritando voz en cuello de manera amenazadora hacia todos sus subordinados. Marcándola en su mente como un ángel infalible, mudo se quedó cuando se dió cuenta de que, así como la mujer podía ser todo un pan de Dios, también podía convertirse en azote del hombre.

Gritaba a voz de trueno, refunfuñaba y se quejaba con furia de toro de Pamplona, apuntaba a las personas con una ferocidad que hacía sentir a aquellos que regañaba como si  su dedo se convirtiese en flecha y los atravesaba, soltaba insultos e improperios no vulgares pero sí dolorosos para aquellos a los cuales su dardo venenoso alcanzara. Aquella vez, en la cual la encontró gritándole enfadada a su equipo de trabajo, el hermano menor de Tom Kaulitz sintió, por primera vez en su vida, miedo de una mujer. Por vez primera, la concibió como toda una psicópata, una criatura exagerada capaz de arrancarle un dedo a cualquiera por un diminuto error.

Y, a pesar de lo que se pudiese pensar, cuando volvió, cuando regresó a él para plantarle tremendo beso a manera de disculpa por su rudo comportamiento, en vez de causarle mayor fascinación lo único que hizo fue despertar en él un miedo secreto ante su comportamiento tan impredescible, el cual parecía volar del enamoramiento al odio en micras de segundo. Cauteloso, a pesar de que la buscaba y la cortejaba discretamente, le temía secretamente. No fue sino hasta el terremoto, cuando la encontró en una actitud muy diferente, ahí, entre la calamidad, completamente impasible cual diosa en medio de la multitud caótica, cuando finalmente volvió a sentir al mirarla una calma que jamás había experimentado, un remanso interior de paz que le hizo saber que, de una u otra manera, las cosas estarían bien, sucediese lo que sucediese. Y, una vez que se hubo asido a ella, abrazándose al perfume de su cuerpo, todos sus miedos, desde los más ridículos hasta los más ocultos y los que lo asesinaban en silencio, desaparecieron por completo, dejando en su lugar una luz que emanaba de él

Y es que, a pesar de todo lo que había vivido desde el día en que la conoció, la adoraba con locura absoluta. Últimamente, se había dado cuenta de todos los cambios que ella iba produciendo en su vida y estaba completamente fascinado: se moría por invitarla a salir, por llevarla a mil partes diferentes y experimentar momentos que él había soñado durante largo tiempo y ahora quería hacer realidad con ella, eso sí, tomándose su tiempo. A diferencia de lo que había pensado durante toda su vida, no quería apresurar el momento. Quería tomarse las cosas con calma, con su Alice, la Alice que parecía hecha única y exclusivamente para él. Así, cada vez que pensaba en ella, se encontraba más y más resuelto: en cuanto volviese al trabajo, lo primero que haría sería invitarla a salir.


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